Resumen
Enciéndase la grabadora con un sutil movimiento del dedo índice y rómpase ese aire que separa
el silencio con la futura elocuencia. Se preere, si el escucha está de acuerdo, que el volumen
de la melodía no pase de las dieciocho rayitas verdes que marca el aparato, no sea que la distorsión
del tiempo termine por cortar la voz del inmortal. Se debe descansar en una silla de terciopelo
verde -precisamente porque la continuidad de un parque impera marcar las convenciones del disfrute
tétrico y técnico de la literatura- y junto a una fogata encarcelada por ladrillos.